El orco pensativo

El orco pensativo

lunes, 31 de octubre de 2022

El Monte de los Condenados.

Las campanas de la iglesia de Firgo empezaron a sonar repetidas veces. Los condes de Montesa y García-Ferro coincidieron que había que dar por finalizada la batida de caza, y ordenaron recoger y volver a la ciudad. 

Pues era víspera de Somyain, y estaban en el Monte de los Condenados.

-Es muy pronto -protestó Pedro Espinera, llegado desde Tolens hacía apenas una semana junto a su padre a ese municipio-, y la caza está siendo buena.

-Son nuestras costumbres, Primo -Dijo Constanza-. Es víspera de Somyain, y estamos en el monte de los condenados. Irnos ya y ponernos al amparo de las murallas es lo más seguro y sensato, mañana podremos retomar la cacería.

-¿Es que acaso hay bandidos por aquí? Si hace falta yo mismo me uniré a la hueste que los haga frente, pocos hay que me igualen con la ballesta. 

-No creo que lo que mora en este lugar se pueda vencer con una ballesta -Dijo Alejo, aprendiz de hechicero y prometido de Constanza, que se les había acercado-. Hace tiempo que pedimos a la Academia que nos enviaran a un tantatólogo para solucionarlo, pero no hubo manera. 

Pedro endureció el rostor. Otra vez tenía que aguantar a Alejo. Cómo odiaba a ese alfeñique afectado. 

-Sea lo que sea, se le puede hacer frente -Dijo Pedro-. Yo mismo tengo experiencia con todo tipo de criaturas. Mantícoras, hurígneos, osos, lobos, hasta los cuélebres han caído bajo mi mano. A día de hoy la tarasca que cacé hace dos años sigue luciendo en las estancias de mi castillo, debidamente disecada.

Alejó rió. 

-Nadie puede negar que te has ganado el apodo de "Cazador" que te han puesto en Tolens. Pero créeme, lo que mora en este monte no es precisamente una tarasca. Ojalá lo fuera. Para ello debo contarte la historia de este sitio. 

Pedro respiró hondo para guardar las formas. No soportaba a  Alejo. Lo consideraba un inútil y un afeminado, sin sangre en las venas. Se pasaba el día con la nariz metida entre libros, y sólo la sacaba para escribir poesía y vete a saber qué otras cosas más.

Y aun con esas, estaba prometido con Constanza. La mujer que se le había prometido a Pedro en mano hace mucho tiempo. 

De verdad que no lo entendía. Él, Pedro, er un portento de la naturaleza. Atlético, fuerte, ágil, en la flor de la vida. Ya había derramado sangre del enemigo, y nadie podía negar que era el mejor cazador del reino. Cientos de mujeres se peleaban para que él les pidiera la mano. 

Y, sin embargo, Constanza, su prima destinada a ser su esposa, había preferido a Alejo, el inútil de Alejo. La simple idea de que la mujer que su padre le había prometido como esposa tuviera a juicio de juicio de Pedro un pésimo criterio para elegir prometido le ponía enfermo.

Pero Pedro supo contener sus ganas de mandar a los doce infiernos a Alejo, y sólo dijo tres palabras.

-Por qué no.

 Alejo se aclaró la garganta, y empezó a relatar:

 Cuando Firgo fue conquistado a los asadíes por los kasteyos, el rey consideró adecuado recompensar la participación de los caballeros del templo de Ongar con la tenencia de este monte, para así pudieran servir como guardia fronteriza contra las posibles invasiones azharitas. Los nobles de Firgo vieron eso como una afrenta pues parecían cuestionar su capacidad para defender esas tierras que acababan de conquistar.

Pasaron los siglos, y la tensión entre los templarios, que mantenían una capilla en lo alto del monte como sede, y los nobles de la ciudad se mantenía, sólo aliviada por las veces que habían tenido que sercvir juntos en la defensa del reino contra invasores. 

Un misterioso extranjero llegó desde tierras desconocidas a Firgo, y convenció a los nobles, ahora patricios e hidalgos, que debían reclamar el monte como de su pertenencia, por derecho de conquista heredado por sus antepasados. Los nobles siguieron su consejo, y cabalgaron en batida por el monte, apropiándose de las presas del coto de caza de la orden, la cual no pasó la ofensa por alto. Y el encomendador que los dirigía ordenó cargar contra los nobles.

Lo que ocurrió fue una batalla en la que nadie sobrevivió, y dejaron el monte lleno de cadáveres de hombres, corceles, algún que otro grifo también había, todo ello para gozo de los lobos que ahí habitan.

Cuando el rey llegó con sus justicias para resolver las disputas ya había ocurrido todo, y declaró que el monte de la capilla quedaba abandonado, y ordenó dar sepultura a los que participaron en la contienda. Pero antes de que pudieran obedecer sus órdenes, los nobles y paladines y sus monturas se alzaron, ni vivos ni muertos. Parecía que iban a a atacar la ciudad, pero no fue así. Formaron como si de una compañía de mercenarios montados se tratara, y pusieron rumbo al sureste, bajo la horrorizada mirada del rey y sus súbditos. 

Cuando estalló las guerras contra Manzabuur, se reveló que el extranjero que había incitado a que nobles y templarios se mataran era el mismísimo manzabuur, siglos antes de autoproclamarse califa, cuando vagó por el mundo buscando conocimiento y poder. Al llegar a Firgo, maldijo el monte, dictando que quien muriera ahí estaría condenado a la no-muerte y le serviría a él hasta que le liberase de este maleficio. Lo hizo así, según se supo tras su derrota, para obtener soldados que lucharan por él en las guerras que iba a desatar en el futuro.

A la muerte del nigromante, sin embargo, los nobles y templarios del monte de los condenados no se hicieron polvo como el resto de sus alzados, sino que volvieron a Firgo, al monte donde murieron, y se dejaron caer en el suelo. 

Desde entonces, todos los años, durante las cinco noches de Somyain, las campanas de la capilla abandonada resuenan. Y los muertos del monte se alzan de nuevo, montan sus osamentarias monturas, y repiten una y otra vez la batalla que les dio muerte, para luego al día siguiente volver a la tumba, y así seguirán por siempre. Pues están condenados a revivir su última batalla por toda la eternidad.

-Y por eso lo llamamos el Monte de los Condenados -Dijo Alejo finalizando el relato.

-A ver si lo he entendido: Nos vamos antes a casa y desaprovechamos un magnífico día de una seguramente muy provechosa caza, porque cinco días al año un grupo de caballeros muertos se alzan para patrullar el monte.

-Así es.

Pedro rió.

-Chorradas. Los muertos que caminan no son sino supersticiones de campesinos paletos. Los muertos no matan, están muertos y pudriéndose bajo tierra hasta el Fin de los Días.

-Es que no están muertos, mi buen amigo. Ni tampoco vivos. Son no-muertos.

-¿Qué?

-¿Lo puedo explicar yo?? -Dijo Constanza, poniendo carita de pena-. El otro día dijiste que lo había entendido muy bien y me hace ilusión.

A Alejo se le iluminó la cara de felicidad, y dijo que adelante.

-Los no-muertos están en un estado contranatura, en el que se supone que ya han dejado de vivir, pero aún no han cruzado el umbral, así que técnicamente no han muerto del todo. Medio viven, medio mueren, ni vivos ni muertos. Por eso sus restos mortales se mueven y actúan, aunque se sigan pudriendo. 

-Lo has vuelto a explicar de maravilla, amor.

-Pues me váis a disculpar, pero aquí sólo hay lobos y quizá algún lince. Lo que acabas de decir ahora mismo sólo es un cuento para asustar niños.

-¿Lo de antes, o lo que acabo de explicar lo de los no-muertos?

-Ambas historias.

Tanto Alejo como Constanza enrrojecieron, como si hubiera dicho una blasfemia. Pedro sonrió: les había hecho callar.

-Pedro... -dijo finalmente Alejo-. La definición de la no-muerte no es folklore de nuestra tierra. Es tanatología básica. Ya sabes, la rama del conocimiento mágico que estudia la muerte y los no-muertos.

Pedro abrió la boca, pero no supo que decir. Guardó silencio y dejó que se alejaran. 

Había quedado en ridículo.


Ya en el castillo, tras la cena, estaba toda la corte de Firgo en sus entretenimiento, mientras sonaba música de fondo. Algunos jugaban a las cartas o al ajedrez, otros quizas preferían mantener largas tertulias, mientras que quien estaba interesado volvía al salón para bailar, o bien sencillamente se sentaba a leer un libro a los más pequeños del hogar. De terror, obviamente, pues esa se tenía por costumbre en los días de Somyain.

Por su parte, Pedro observaba las llamas de la chimenea, aburrido, ocioso. Odiaba estar ahí por el simple protocolo, y más teniendo que soportar cómo Constanza y Alejo se reían y se dedicaban gestos de cariño y mimo. Mientras que al resto les enternecía el amor de los dos jóvenes, Pedro sólo tenía ganas de vomitar, y le asaltaban tanto deseos impuros hacia su prima como rabiosos contra Alejo.

Pensó en las ánimas errantes del cuento, y se preguntó si sería verdad. Si de verdad habría allí fuera un grupo de espectros sin sueño, sin hambre, sin frío. Dedicados sólo a combatir entre ellos, una y otra vez, hasta el amanecer, y así durante otras cuatro noches antes de volver a descansar otro año.

-Sin duda sería mejor que este calvario -susurró para sí.

-¡Ay no! -oyó decir a Constanza. 

-¿Qué ocurre?-Dijo Alejo.

-No encuentro mi banda azul. Creo que la he perdido.

-¿La banda de seda azul bordada con flores blancas que siempre llevas?

-Sí, mi madre me la regaló de cuando vivió en la embajada de Darcotia.

-¿Recuerdas la última vez que la viste?

-Creo que sí, la llevaba cuando volvíamos, y se me debió caer en... en el... en el monte.

Hubo un silencio entre ellos dos. Pedro los miró, y vio que ambos se habían quedado con cara de haber presenciado un asesinato. Pálidos, asustados, incapaces de pronunciar una palabra.

Y a Pedro se le ocurrió una idea.

-¿Dices que tu banda se ha caído en el monte donde hemos estado esta mañana?

-Sí... en el monte de los condenados.

-Que lástima. Es una obra de artesanía exquisita. Y lana darcotana, además. Tengo entendido que en el resto de Taribolia nadie produce unos tejidos que estén al nivel del colegio mayor de la seda de Darcotia.

-yo... -dijo Alejo-. Lo siento mucho, querida. Mañana aprovecharemos la luz del día para buscar la banda, seguro que la encontramos enseguida.

-¿Estás tonto, Alejo?-Dijo Pedro. El cielo está negro por las nubes. Va a llover, y tiene pinta de que caerá una muy gorda. Por la mañana será todo fango y barro, y ahí sí que no encontrarás la banda. Tendría que ser ahora, que hay tiempo antes de que empiece la tormenta. 

-¡Pero qué dices! -Dijo Constanza-. Es ya de noche, Pedro. No hay manera de encontrar la banda.

-Para el enamorado, no-Contestó Pedro-. Alejo, ¿Por qué no vas a buscar la banda?

-¿Qué? ¿Por qué?

-Es la banda de tu amada. ¿Acaso no quieres que tu prometida recupere lo que es suyo? Es una gran oportunidad para demostrar tu devoción hacia ella. Y un hombre como tú, tan cariñoso y atento haría lo que fuera por mi amada prima. 

-Gracias a los dioses que Alejo ya me demuestra su devoción todos los días -le cortó Constanza-. Ahora ya es de noche y sólo es una banda. Nadie va a ir a por mi banda azul en plena víspera de Somyain al monte.

-Vamos, prima. Deja que el chico se haga valer. Seguro que ha aprendido algún truco de magia que le proteja de los lobos.

-No... -balbuceó Alejo-,... no son los lobos, lo que me preocupa. Son los espectros. Y soy aprendiz de hechicero, no tanatomante.

-Oh, entiendo. Los famosos caballeros fantasma. Los jinetes sin cabeza de Manzabuur. Y el Sacamantecas, no te jode. ¡Saca la poca sangre que tienes, blando! Mi prima ha perdido su banda y aquí estás, gimoteando por historias de fantasmas hechas para asustar a los niños.

-Si supieras lo que yo sé...

-¿Saber el qué? ¿Lanzar hechizos?¿Diseccionar cadáveres? Lo único que sabes escudarte en excusas baratas para cumplir con tu deber de futuro esposo.

-¡Pedro ya es suficiente!-Dijo Constanza, y luego se dirigió a Alejo-. Amor, no vale la pena. Sí, le tengo cariño a la banda, pero sólo es un trozo de tela. No es necesario que vayas...

-¡Por favor, Constanza! -intervino Pedro-. ¡Deja de encubrirle!

-¿Se puede saber qué intentas demostrar con ésto? -Exclamó Alejo.

-¿Yo? Nada. El único que demuestra algo aquí eres tú. Por supuesto, yo podría ir. Tardaría menos de una hora y volvería a tiempo antes de que os durmáis, y sólo necesito que me lo pida mi amada prima. Tú, sin embargo, te estás escudando en cualquier excusa para no ir, en vez de aceptar la ordalía que el destino te acaba de arrojar. Como haría un hombre de verdad.

-¡Pedro, cállate!-ordenó Constanza.

-Un hombre de verdad que fuera digno de la mano de mi prima ya habría salido al galope en dirección al monte de los condenados. 

Contanza estalló en ira, corrigiendo a Pedro e instando a Alejo a que ignorara lo que decía su primo.

Pero Pedro sabía que Alejo no escuchaba. Podía ver en la mirada que le sostenía la ira, la rabia, el deseo de demostrar cuanto de equivocado estaba.

Sin decir ninguna palabra, Alejo salió de la habitación, aun estando Constanza intentando retenerle, pero, y al final ella no pudo evitar que se fuera. Pedro oyó cómo Alejo abandonaba el castillo a galope tendido, seguramente en dirección al Monte de los Condenados.

Tras segundos de silencio, Constanza volvió a la sala. Todos estaban atónitos ante lo ocurrido, no comprendían lo que acababa de pasar entre los tres jóvenes. Pedro dio un suave sorbo de vino, y aun estando de espaldas, sentía la mirada su prima apuñalándole la espalda.

-Volverá mañana por la mañana -dijo simplemente-. Estará empapado, titiritando del frío, habrá manchado los pantalones y tendrá la banda atada a su mano. Un baño caliente, una infusión y que repose o duerma si es necesario.

-¡¿Has perdido la maldita cabeza?! -Vociferó Constanza.

-Te he hecho un favor, querida. Tu prometido se hace callos y ampollas sólo con ver la empuñadura de la navaja de afeitar, y al paso que va no le crecerá la primera barba hasta dentro de veinte inviernoss si no aprende a echarle huevos.

-¡LO HAS HUMILLADO Y LE HAS HECHO IR AL MONTE DE LOS CONDENADOS! ¿NO HAS OÍDO NADA DE LO QUE TE HEMOS CONTADO?

-Sólo he oído supersticiones y cuentos de viejas. Los nigromantes murieron, la tanatomancia es un engañabobos, los muertos no caminan. Y tu prometido a la vuelta dejará de ser un pusilánime afeminado tras ver que en las noches de Somyain sólo hay lobos y ardillas. En fin, me voy a la cama. 

Pedro sintió que le tiraban una copa a la espalda. Estaba vacía y era de oro, pero le dolió un poco.

-TE LO ADVIERTO -Bramó Constanza tras arrojar la copa-. Tú has instigado a Alejo, tu has hecho que vague por el monte de los condenados en víspera de Somyain. Todo lo que ocurra será responsabilidad tuya, y si le ocurriera cualquier cosa, por muy ínfima que sea, ¡sufrirás las consecuencias! Yo misma me encargaré de que así sea.

Pedro ignoró la amenaza, y se dirigió a sus aposentos. Ya habría tiempo para llamarle la atención por eso, se dijo a sí mismo. 

Entró en su habitación, y tras coger lo que necesitaba abrió la ventana. 

Bajó, cogió las riendas de su caballo, y tras estar lo bastante lejos le hizo galopar.

Hacia el Monte de los Condenados.

Pronto encontró el rastro que le llevaría hasta Alejo. Cómo no, no había recibido una debida formación en las artes de la caza, y dejaba el rastro de un oso borracho.

Al  rato, divisó a Alejo. Había invocado una bola de luz blanca, que giraba alrededor suyo y le ofrecía suficiente visibilidad. Cuando Pedro lo encontró, estaba tanteando el terreno. Y Pedro vio cómo Alejo cogía del suelo la banda azul de Constanza.

-¡Sí! -Exclamó Alejo-. 

-Impresionante -Dijo Pedro, haciendo que Alejo se sobresaltara-. Has superado mis expectativas.

-He conseguido la banda. ¿Ya soy digno de tu prima y me dejarás en paz? ¿Has venido a ayudarme o a seguir burlándote de mí?

- No exactamente -Dijo Pedro, cargando la ballesta-. Nunca se sabe cuándo podrían aparecer los lobos.

Alejo frunció el ceño, intuyendo que algo no iba bien.

-¿Por qué me apuntas con la ballesta?

Pedro inspiró hondo. Adoraba el olor del bosque. 

-Cualquiera que muera aquí... ¿está condenado? ¿Así lo dice la leyenda?

Alejo asintió, sin entender a qué venía la pregunta. Hubo un silencio muy incómodo, y Alejo sentía cómo crecía el miedo y el terror en su interior.

Y la ballesta no dejaba de apuntarle.

-Se hace tarde -dijo finalmente Alejo-. Sé que no crees en historias de fantasmas, pero debemos irnos ya. Quién sabe si los espectros ya nos habrán visto...

-Alejo -dijo Pedro, como si no hubiera oído a Alejo-. ¿Tendrás que esperarte al Somyain del año que viene?¿O ya danzarás con tus caballeros del monte la noche de mañana?

El aprendiz de mago palideció, habiendo entendido qué quería decir Pedro. 

Alejo abrió  la boca, intentando articular alguna palabra que disuadiera a Pedro.

Pero Pedro le miró fijamente, como la cobra que mira a los ojos de su presa para hipnotizarla. Y arqueó una ceja.

-Pedro, yo...

Apretó el gatillo. La cuerda silvó. Y el virote atravesó el pecho de Alejo. Pedro tiró a Alejo al suelo, y lo amordazó con la banda azul mientras apuñalaba repetidas veces su vientre, desangrándolo y matándolo. 

-¿ÉSTO ESTABA EN TU LIBRO DE MAGIA, MARICÓN? -Rugió triunfante el asesino, y escupió con desprecio-. Púdrete, hijo de puta. Constanza es mía, y tú eres carnaza para los lobos.

Retiró la saeta del ahora cadáver, y sacó la banda azul ensangrentadade la boca, poniéndola en la mano de Alejo. Luego, cogió la manteca de cerdo del zurrón, y lo restregó por los brazos y parte del pecho de Alejo. Los lobos se verían atraídos por el olor, y devorarían el cadáver. 

Miró la banda azul, ahora ensangrentada. Estuvo tentado de llevarse la prenda y ser él el que entregara la prenda a Constanza, pero rectificó. Quedaría delatado como el asesino. Mejor que quedase en la mano de Alejo, que fuera recordado por haber muerto al buscar una banda en el bosque.

Por estúpido.

Se dirigió hacia su caballo, pero éste relinchó asustado. Había algo que lo asustaba. Pedro preparó la ballesta, atento a si habían lobos en las cercanías.

Pero no había nada. Sólo negrura. 

Y niebla.

Una niebla blanca, que no había aparecido antes. 

No supo adónde estaba yendo, pero caminó en busca de un sendero que le llevara fuera del monte. Le empezaba a poner nervioso la niebla. Sintió pisar algo que  crujía, y vio que había pisado un hueso o algo así. Hizo un esfuerzo para discernir el suelo.

El suelo estaba lleno de esqueletos, tanto hombres como equinos. Incluso le pareció ver el cráneo de un grifo. Algunos esqueletos estaban desnudos, otros todavía vestían las vestimentas de su muerte. Le llamó la atención uno que estaba sentado en el suelo, apoyado contra una losa, con una armadura casi completa de hierro oxidado. Miró su calavera, y pensó que se debería llamar Ramiro.

-Los cuerpos de los condenados -dijo Pedro en voz alta. 

No dio más importancia al asunto, pues al lado de la losa de Ramiro había un camino que iba en dirección a la ciudad. llevó al caballo por el camino, y antes de subirse, echó una última mirada al esqueleto apoyado en la losa. 

Pedro rió.

-Supersticiones y cuentos de viejas.

De repente, oyó una campanada. Pedro miró hacia la ciudad. No lo entendía, era demasiado tarde para que el campanero diera la hora. 

Sonó otra vez una campanada.

Y los aullidos de lobos sonaron. 

Fue entonces, cuando fue consciente de que el sonido de las campanadas  provenía del monte de los condenados. Y sintió sudor frío. Alguien estaba en la capilla abandonada, y quizás le había visto matar a Alejo. 

Pedro se dirigió de nuevo hacia el monte para buscar al posible soplón. No quería dejar cabos sueltos.

Sonó otra campanada.

Y a Pedro le vino un olor. Un olor a tumba, tierra mojada, y carne muerta. Tuvo que aguantar una arcada.

Sonó otra campanada.

Y Pedro sintió que hacía cada vez más frío.

Sonó la campanada.

Y Pedro sintió una extraña vibración, una energía que recorría todo el lugar y que él podía sentir. 

Sonó otra campanada.

Y Pedro vio una luz. Luz azul. Pronto fueron dos luces, cuatro, seis, ocho, por todas partes, de dos en dos. 

Pedro veía luces por otdas partes, y no sabía por dónde.

Le dio por mirar a Ramiro, y las cuencas vacías de su calavera surgieron dos luces azules como las que estaban apareciendo por todas partes.

Pedro gritó, y retrocedió, al ver que Ramiro empezaba a moverse. De Ramiro salieron las luces verdes, junto a un vapor blanquecino, que tomó forma de un poderoso guerrero, cuyos ojos eran los luceros azules.

Pedro chilló, y corrió hacia el caballo. Tropezó, se levantó, y llegó a tiempo al caballo, al que lo hizo galopar hacia la ciudad.

Sonó la campanada.

Y comenzó a llover. 

Pero no le importaba a Pedro, sólo quería huir, escapar de lo que acababa de ver. 

Por fin llegó al castillo, y tras dejar a su corcel en las caballerizas entró en su habitación por la ventana. 

Tomó aire, se serenó. Analizó lo ocurrido, y concluyó que sólo habían sido imaginaciones suyas. No habían luces azules saliendo de las cuencas de los muertos, y el que estaba haciendo las campanadas era imposible que lo hubiera visto asesinar a Alejo.

Y eso le tranquilizó.

Se aseó, se  puso el pijama, y se metió en la cama para dormir. Mañana iba a ser un día importante, pues encontrarían los restos de Alejo por la mañana, y Constanza estaría libre para pedir su mano. Sí, estará triste, pero tarde o temprano aceptaría la nueva situación.

Cerró los ojos, y buscó conciliar el sueño. 

Pero era una duermevela, y no encontraba sino distracciones que no le dejaban dormir. El sonido del viento y la lluvia, los perros ladrando fuera entre otras cosas.

Y oyó una nueva campanada.

-¿Quién será el tarado...?-Dijo Pedro, y se cortó a mitad de frase, cuando recordó:

Desde entonces, todos los años, durante las cinco noches de Somyain, las campanas de la capilla abandonada resuenan. Y los muertos del monte se alzan de nuevo.

 Pedro sintió terror, ante la posibilidad. ¿Y si esas luces no habían sido una iluminación? ¿Ysi esos fantasmas saliendo de los muertos eran reales y no pedazos de niebla distorsionados por su imaginación?

-Supersticiones y cuentos de viejas -se repetía una y otra vez como si fuera un mantra.

Sonó la campanada.

Los vidrios ern azotados por el azote del viento, los aullidos de los lobos se oían a lo lejos, las campanadas no dejaban de producirse en la lejanía, un crujir en la madera.

Pisadas sobre la alfombra.

Carcomido por el terror y la paranoia, Pedro saltó de la cama y agarró la espada, desenvainándola y apuntando con ella a todos los rincones de la habitación. 

Pero no había nadie. Absolutamente nadie estaba en la habitación. Sólo Pedro, su agitada respiración, y su corazón corriendo como una gacela. 

Sonó la campanada.

No supo en qué momento lo hizo, pero cayó dormido, en un agitado sueño de sueños desagradables.

Creyó oír una última vez el sonido de una campanada.

La mañana siguiente amaneció con un Pedro más relajado, y riéndose por el miedo que había pasado antes de irse a la cama. Había sufrido de alucinaciones fortísimas y había delirado dejándose llevar por el miedo y las paranoias, pero nada más. Se había dejado llevar por las supersticiones y por los cuentos del estúpido Alejo. Bueno, al menos no tendría que volver  escucharle.

Se levantó de la cama. Abrió los ojos, y miró hacia el escritorio, abriendo los ojos ante lo que percibía. Y entonces lo entendió. 

Los golpeteos de la ventana, el crujir de la madera, los perros ladrando. Las pisadas sobre su alfombra.

Y encima del escritorio estaba la banda azul ensangrentada de Constanza.

Y Pedro chilló como nunca antes lo había hecho en su vida.

Cuando los sirvientes entraron para informarle de que se había encontrado a Alejo devorado por los lobos, se encontraron a Pedro con una mano llevada al pecho, y la otra apoyada en uno de los postes de la cama. Petrificado Los dedos de las manos engarfiados, la boca abierta y desencajada, los ojos desorbitados e inyectados en sangre. Y sin ningún color. Blanco en la piel, blanco en los labios, blanco grisáceo, blanco de la ausencia de vida.

Pues Pedro, estaba muerto.

Muerto de horror.


Cuentan que a un cazador le pilló la noche de Somyain en el Monte de los Condenados y no pudo salir en toda la noche. Afortunado de él, los no-muertos no se percataron de su presencia, y siguieron con su eterna lucha. 

Al día siguiente, tuvo que guardar cama dos días para recuperarse de lo vivido, y contó que vió a unos jinetes persiguiendo a un joven, con el cuerpo ensangrentado y lleno de heridas y llagas, sollozando y corrriendo alrededor de la tumba de Alejo, implorando su perdón y pidiendo piedad a sus persecutores.

Ahora Pedro es uno más en el Monte.

El Monte de los Condenados.


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